viernes, 9 de febrero de 2024

Centralismo vs. federalismo fiscal: ¿una vieja disputa ideológica en nuevas odres?

Una nueva disputa ideológica ha surgido con motivo del reciente Congreso de la Federación Nacional de Departamentos —FND— en Santa Marta, donde el gobernador de Antioquia no solo criticó el centralismo fiscal sino que propuso la realización de un referendo con el objetivo es preguntarle al constituyente primario, si quieren que se cambie el artículo 298 de la Constitución de 1991, y se disponga «que solo los departamentos podrán gravar la renta y el patrimonio de las personas naturales y jurídicas domiciliadas en su territorio.” 

Es una vieja disputa ideológica que, a pesar de lo anticuada que parezca, mantiene viva la llama de las tradicionales aspiraciones “federalistas” de los caudillos y gamonales provinciales que, en campaña o en compañía de otros congeneres suyos, levanta su voz de protesta contra el gobierno central y critican sus políticas porque dicen les causan “asfixia, fastidio y marginación”.

En está ocasión, las voces inconformes se dirigen contra la Constitución de 1991. A la cual acusan de haber organizado una República centralizada que le entrego al Estado Nacional todo el poder fiscal, retrocediendo los avances en la autonomía territorial que se venian gestando desde la década de 1980, con motivo de la elección popular de alcaldes y gobernadores.

De tal manera que, según lo expresado por estos mandatarios, Colombia es una República Unitaria que concentra el poder en el Gobierno Nacional para fijar y recaudar impuestos, asignar los recursos y realizar los gastos e inversiones que se consideren convenientes y se prioricen en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) y en el Plan Plurianual de Inversiones Públicas. 

En este sentido, los planes de desarrollo en las últimas décadas se han caracterizado por la búsqueda de una mayor equidad y sostenibilidad del desarrollo territorial y una mayor convergencia regional. En particular, el PND 2022-2026 se propone lograr una mejor forma de relacionar y ordenar los territorios para avanzar en la creación y reparto de la riqueza, para que los territorios abandonados y pobres -como el Chocó, La Guajira, la Amazonia o el Vaupés- tengan acceso a los beneficios del desarrollo y reciban mayores recursos que les permitan salir de la condición de pobreza y mejora el bienestar de su población.

Estos mandatarios piden que les devuelvan el monopolio para el otorgamiento de las consesiones mineras. Demandan que sean las instituciones departamentales las que expidan los títulos, autoricen su explotación -sin importar el impacto y el costo ambiental- y que ellos mismos realicen el control y la fiscalización de estás explotaciones. 

También manifiestan su reclamo por las inversiones en infraestructura vial (4G) contempladas en el Plan de Desarrollo y su reclazo a la priorización de las vías terciarias y al otorgamiento de la ejecución de estás obras a las comunidades rurales organizadas.

Ante la negativa del Gobierno Nacional de ceder en estás pretensiones, el gobernador actual de Antioquia ha propuesto salir a las calles a recoger 4 millones de firmas y obtener en las urnas cerca de 10 millones de votos para aprobar el referendo federalista.

Lo anterior significa que asistiremos, durante los próximos años, 2024 y 2025, a una nueva agitación política, donde se buscará alborotar el cotarro federalista para generar un descontento de la ciudadanía que considera que están siendo maltratados o desconocidos por el Gobierno Nacional.[1]

Antecedentes

En la historia del país, los voces federalistas han expresado sus preferencias por los gobiernos autonomos; donde los departamentos -antiguas provincias- pudieran tener un manejo autónomo de sus finanzas y, también, de la gestión administrativa de su territorio. Incluso, determinar que las regiones puedan expedir sus propias constituciones y tener monopolios legislativos, para que se comporten como repúblicas independientes y soberanas.

El año de 1810, que marcó el comienzo de la independencia, fue al mismo tiempo el inicio de las primeras expresiones del movimiento federalista. Bajo el lema “viva el rey, abajo el mal gobierno” varias Provincias de la Nueva Granada, proclamaron su desobediencia a la Corona Española. Tunja y Mompox precedieron a Cartagena en la declaración como “Estados libres, soberanos e independientes”.

“Declaramos solemnemente a la faz de todo el mundo que la Provincia … es desde hoy de hecho y por derecho Estado libre, soberano e independiengte, que se halla absuelta de toda sumisión, vasallaje, obediencia y de todo otro vínculo de cualquier clase y naturalez que fuese que anteriormente la ligase con la Corona y el Gobierno de España y que como Estado libre y absolutamente independiente pueda hacer todo lo que hacen y pueden hacer las naciones libres e independientes” (Corrales, 1883, p.17)

Esta situación abrió una etapa de conflictos armados en la que se desarrolló una lucha de todos contra todos, que fue la tónica general de la política colombiana durante la etapa conocida cómo La Patria Boba y que término con la reconquista española. Las élites neogranadinas eran profundamente provincianas como consecuencia del sistema colonial, extremadamente atomizado.

“La anarquia laceraba las provincias y se extendia cómo un reguero de polvora. Apenas hubo ciudad, ni villa rival de su cabecera, o que tuviese algunas razones para destacarse, que no pretendiera hacerse independiente y soberana para constituir la unión federal o para agregarse a otra provincia … Donde quiera que hubo un demagogo o un oportunista ambicioso que deseaba figurar se vieron aparecer Juntas Independientes y soberanas, áun en ciudades y parroquias miserables, las que pretendían elevarse al rango de provincias. (José Manuel Restrepo, 1950, v.I, p.90).

Tal marco era campo abonado para el surgimiento de caudillos o gamonales, personajes que van a marcar la historía colombiana de los últimos dos siglos. Los caudillos[2] derivan su poder del control que tienen sobre los recursos locales, ya bién sean humanos, económicos, políticos o institucionales; lo cual les otorga el acceso preferente no solo a la propiedad territorial, sino al control territorial. (Lynch, 1999, p.142).

Durante las primeras décadas del siglo XIX (1810 a 1850), fueron los grandes propietarios de las haciendas coloniales quienes, en alianza con los comerciantes y la burocracia criolla civil y eclesiastica, establecieron un régimen de dominación centralizada, muy favorable a sus intereses mercantiles y políticos precapitalistas (Ocampo López, 1.999, p. 267). Sus figuras intelectuales más destacadas fueron Santander, Caldas y Nariño.

Por otra parte, estaban los grandes hacendados de las provincias, quienes conspiraban para derrocar el gobierno central y establecer un régimen más descentralizado que otorgará más autonomía fiscal y administrativa y, poder así, ejercer un mayor control político y económico en sus territorios, lejos de las interferencias de la Capital. Este sector se declaró “federalista”, aún sin conocer muy bien en qué consistian los regimenes federales -que tanto admiraban- existentes en Estados Unidos, México, Brasil y Argentina. Sus representantes más conspicuos fueron Camilo Torres y Jorge Tadeo Lozano, quienes presidieron el primer Congreso General Federativo de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, reunido en Villa de Leyva en el mes de octubre de 1812. 

La diversidad de provincias más que expresar unas fuertes identidades socio-culturales, se correspondia la diversidad natural y a su aislamiento geográfico que desató una explosión de rivalidades locales y provinciales que se ha mantenido a lo largo de la historía del pais, impidiendo resolver los grandes desafíos nacionales: la formación del mercado interno, la consolidación del Estado y la integración nacional.

El segundo período en el cuál Colombia pretendió tener un sistema político federal se dío entre 1863 y 1886, cuando se adoptó el nombre de Estado Unidos de Colombia en la famosa Constitución de Rionegro, Antioquia. Situación política que tuvo su origen en la creciente inconformidad de muchas regiones por el reparto de las rentas nacionales, la rigidez y las ineficiencias administrativas del centralismo. Cuando el sistema político centralista no contaba con instancias políticas de negociación para desactivar las luchas fratricidas entre los clanes regionales que llevaron a la ruina las finanzas públicas a finales del siglo XIX y que han vuelto a expresarse, con renovada fuerza, al inicio del presente siglo XXI, para frenar los procesos de cambio.

Tal como lo han reseñado varios estudiosos de la historía económica (Kalmanovich, 2003 y Rodríguez, 1992) los cimientos ideológicos del federalismo colombiano afincaron su ideario en el pensamiento económico librecambista y el radicalismo liberal de mediados del siglo XIX[3].

Sin embargo, luego de cincuenta años de independencia formal, el país no logró la transformación de las relaciones de producción precapitalistas, que con las fuertes restricciones impuestas por el sistema de hacienda colonial, mantuvieron una baja producción y productividad de los sistemas productivos, lo mismo que una limitada capacidad de generación de ingresos y, por ende, la imposibilidad de crear un mercado interno robusto y dinámico.

Tal cómo lo señalan Salomon Kalmanovitz[4] y José Antonio Ocampo[5], el desarrollo de la agricultura durante el siglo XIX estuvo limitado por la permanencia del sistema de la hacienda colonial y el restringido acceso al mercado mundial; los cuales fueron las causas del estancamiento del campo colombiano durante el siglo XIX.

Para Ocampo, la burguesia agroexportadora colombiana, estaba anclada en un régimen señorial incapaz de transformar la estructura socioeconómica para crear el mercado interior, de modo que no tuvo otra alternativa que abrazar el modelo de desarrollo del librecambio. Para este autor, dos elementos claves explican el estancamiento de la economía nacional y el fracaso del modelo librecambista fueron: una débil articulación con el mercado mundial, que le confiere el carácter periférico a la economía colombiana, y el comportamiento rentistico de la burguesia agroexportadora, basado en la “producción-especulación

Las políticas de la apertura económica y libre cambio que se pusieron en marcha con motivo de la Constitución de Rionegro, redujeron considerablemente los ingresos del Estado, al eliminar el cobro de los aranceles del comercio exterior y renunciar al monopolio de las rentas mineras que le fueron cedidas a los Estados Soberanos[6] con motivo de la nueva constitución. Los resultados fueron desastrosos tanto para las finanzas públicas, cómo para la estabilidad macroeconómica: una crisis fiscal sin precedentes en la historia económica del país; el aumento del déficit externo; el despido de numeros funcionarios públicos que afectaron la prestación de los servicios sociales básicos de educación, salud y justicia. Igualmente, sobrevino el deterioro de la seguridad ciudadana al reducirse la policía y el ejercito soberno.

Este estado de cosas propició los levantamientos y las insurrecciones regionales por parte de los hacendados y gamonales quienes organizaron sus propios ejercitos, sustrayendo a los trabajadores de sus haciendas para emprender númerosas luchas fratricidas entre liberales y conservadores. Lo cual obligó a los mismos gobiernos regionales a vulnerar los derechos de propiedad de sus ciudadanos, a realizar reclutamientos forzados para disponer de soldados, a decretar préstamos forzosos de los ciudadanos más ricos y otra serie de arbitrariedades surgidas de la matriz institucional de los Estados Soberanos y de la desesperación que causarón las guerras civiles de mediados del siglo XIX.

El proceso de descentralización en el Siglo XX

El proceso de descentralización se inició en Colombia hacia finales del siglo XX tomó dos vías diferentes[7]. La primera, de carácter económico, asociada con el propósito de mejorar la eficiencia económica y racionalizar el gasto en la prestación de los servicios públicos. La segunda, de carácter político, como una forma de transferir poder a las entidades territoriales (municipios y departamentos), ante la creciente reclamación de sus pobladores por una mayor autonomía. 

La elección directa de los alcaldes y gobernadores por parte de sus habitantes, se convirtió en el vínculo fundamental para acercar el Estado a las demandas locales y regionales y para garantizar una mayor ingerencia de los ciudadanos en las decisiones que los afectan.

En el año de 1991, este proceso se reforzó y profundizó con la expedición de la Constitución Política de Colombia –CPC-, mediante la cual el Estado se definió como un Estado social de derecho, bajo la forma de una “República Unitaria y descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales”, con un fuerte componente de participación y control ciudadano en la gestión pública de los distintos niveles de gobierno. Características que fueron desarrolladas por un conjunto de Leyes  reglamentarias de la CPC, dentro de las cuales se desatacan: la Ley 60 de 1993 (Competencias y Recursos), Ley 99 de 1993 (Del Medio Ambiente y los Recursos Naturales), Ley 136 de 1994 (de Participación Ciudadana), Ley 152 de 1994 (Orgánica de Planeación Nacional y Territorial), Ley 101 de 1993 (Desarrollo Agropecuario y Rural)Ley 160 de 1994 (Reforma Agraria y Desarrollo Rural), entre otras. 

Estas disposiciones legales configuraron el marco normativo de la descentralización territorial que habría de establecer los nuevos escenarios del desarrollo. 

Balance y perspectivas de la descentralización en Colombia de finales del siglo XX

Colombia es uno de los países Latinoamericanos que más ha avanzado en el proceso de descentralización hasta el punto de lograr que más de la mitad de los recursos públicos de la Nación sean hoy en día manejados por las entidades territoriales del nivel subnacional. La situación actual, comparada con la existente hace apenas dos décadas, presenta un cambio significativo expresado en una estructura de gobierno en la cual las entidades del nivel central se especializan en la definición, orientación, coordinación y evaluación general de políticas públicas, el manejo macroeconómico y del comercio exterior, y la creación de condiciones fiscales, financieras y administrativas globales para garantizar una adecuada provisión de los bienes y servicios públicos que mejoran el bienestar y la calidad de vida de los ciudadanos colombianos. Mientras que las entidades territoriales (departamentos y municipios) asumen la responsabilidad de la prestación de los bienes públicos locales (Finot, 2001), con especial énfasis en los sectores de educación y salud. De esta manera, se retoma el papel protagónico del municipio en la función pública.

Igualmente, las autoridades administrativas territoriales (alcaldes y gobernadores) se eligen hoy democráticamente, con lo cual se ha fortalecido la autonomía territorial y se impulsan procesos de mejoramiento de la gestión pública al vincular la elección popular de los mandatarios con el desempeño de la gestión pública mediante el mecanismo del voto programático (Ley 136/94). 

La descentralización en Colombia surge dentro de un contexto de crisis institucional donde convergían problemas de ineficiencia económica en la prestación de servicios públicos (Wiesner, 1992) con problemas de gobernabilidad y deslegitimación de sus instituciones democráticas (Santana, 1986). Los profundos desequilibrios interregionales y las desigualdades sociales venían acumulando una creciente inconformidad social que se puso de manifiesto en la oleada de protestas y paros cívicos que sacudieron los escenarios públicos del país hacia finales de los años 70 y comienzos de los 80.

Frente a este panorama de crisis e incertidumbre institucional, el modelo de la descentralización administrativa, política e institucional resultada más funcional para adecuarse a esas transformaciones económicas, políticas y culturales del mundo contemporáneo (Boisier, 1993).

Así, pues, la descentralización territorial en Colombia mezcló varios ingredientes de carácter económico, político e institucional. Desde el punto de vista económico, se buscaba aumentar la eficiencia económica abriendo nuevos espacios para el funcionamiento de los mercados, en lo que se conoce como el modelo de “federalismo fiscal[8]. Desde el punto de vista político, la descentralización ofrece las ventajas del “pluralismo político” por cuanto contrarresta la concentración del poder y genera espacios de participación y aprendizaje democráticos por parte de los ciudadanos de las localidades (Finot, 2001) 

Sin embargo, la descentralización es un mecanismo que no tiene la capacidad para alterar problemas estructurales tales como la pobreza, la desigualdad, el desempleo y la concentración de la propiedad territorial. No podemos asignarles funciones sobre las cuales no tiene mayores alcances. La descentralización política y administrativa no puede modificar las condiciones estructurales, económicas y sociales, del desarrollo capitalista (De Mattos, 1990).

Alcances y limitaciones de la descentralización en las funciones económicas y financieras

Desde el punto de vista fiscal y financiero, el proceso de descentralización en Colombia ha tenido avances significativos, representado en el incremento considerable de los recursos financieros transferidos por la Nación a las entidades territoriales. Así, la participación de los municipios y departamentos en los ingresos corrientes de la Nación (PICN) pasó de representar el 0.6% del PIB o el 31.8% de los ingresos totales de la Nación, en 1990, a representar casi el 5% del PIB y el 50% de los ingresos totales de la nación, en el año 2000.

Este volumen tan considerable de recursos, en manos de las entidades territoriales, permitió que el país pudiera avanzar considerablemente en la disminución de la pobreza (medida en términos de NBI), al pasar en una década de niveles del 45% de NBI (1990) al 23% de NBI (2000).

Sin embargo, la distribución de esos recursos y sus impactos en la disminución de la pobreza no fue tan equitativa entre entidades territoriales ni entre el campo y la ciudad. Así, mientras la pobreza en las ciudades se redujo en un 50%, al pasar de un 48% de NBI (1990) a tan solo el 23% (2000), la pobreza rural solo se redujo en un 20%, al pasar de un 75% de NBI (1990) al 55% de NBI (2000).

Igual situación se puede observar en materia de las disparidades regionales. El balance del proceso descentralizador de las últimas dos décadas muestran que los desequilibrios entre los departamentos y distritos de mayor desarrollo y las regiones más atrasadas y rurales tienden a aumentar, tal como lo indica el índice de disparidades territoriales (IDT[9]) que pasó de 0.39 en 1980  a 0.5 en 1995 (CEPAL, 2001)

Esta situación se tradujo en el aumento de la “ineficiencia productiva” expresada de dos formas: por una parte, en el aumento de los costos per capita en la prestación del servicio educativo sin que esto se viera reflejado en un aumento de la calidad del servicio. Por otra parte, en el aumento en las diferencias del gasto per capita por departamentos y municipios sin una relación muy clara con la diferencia de costos o de calidad del servicio. 

Este fenómeno ha tenido una doble implicación: por una parte, una asimetría en el ajuste macroeconómico del país al atar las transferencias a un porcentaje fijo de los ingresos corrientes de la Nación (ICN), que castigada los mayores esfuerzos tributarios del país y premiaba la llamada “pereza fiscal[10] de los territorios, al asegurarles un incremento en las participaciones independientemente de su desempeño fiscal. Esta situación se corrigió parcialmente en la nueva Ley de competencias y recursos, que desvincula el aumento de las transferencias del incremento en los ICN y lo relaciona con el aumento del índice de precios (IPC).

Por otra parte, la formula del reparto de las transferencias y la falta de controles permitió un aumento considerable en los niveles de endeudamiento de los territorios hasta alcanzar la cifra de 7.5 billones de pesos en el año 2020. 

Alcances y limitaciones en la función política

En general, la mayoría de los analistas del tema de la descentralización en Colombia coinciden en reconocer que sus mayores logros están en el ámbito político (Ocampo, 1995). La descentralización política sentó las bases para una mayor democratización de la vida política y la autonomía de las entidades territoriales.

La elección popular de Alcaldes y Gobernadores[11], unida al voto programático[12] y la participación ciudadana[13] en el control de la gestión pública, posibilitaron un mayor involucramiento de los ciudadanos en los asuntos públicos de sus localidades y una mayor adecuación de las ofertas políticas con las necesidades y requerimientos de las comunidades.

Sin embargo, el clima de violencia, desplazamiento y la presión que ejercen los grupos armados ilegales en amplias zonas del país, sobre todo en los sectores rurales, han contribuido la destrucción de diferentes formas de organización y de relacionamientos sociales que son la base del capital social, clave para el desarrollo económico y la profundización de una democracia política vigorosa. 

Además, la ausencia de mecanismos, recursos y de información ha debilitado las posibilidades de participación ciudadana. Tal como lo muestran investigaciones recientes (Muñoz, 2003), la participación es apenas un proyecto en construcción que tiene muchas debilidades y limitaciones.

Alcances y Limitaciones en las funciones institucionales

Las reformas institucionales impulsadas en Colombia modificaron el régimen de las competencias y responsabilidades de los distintos niveles territoriales. Las distintas disposiciones legales promulgadas recientemente se le asignan a las entidades territoriales (municipios y departamentos) la prestación de los servicios públicos básicos, el manejo de los recursos de transferencias y participaciones, la planeación, gestión, evaluación y seguimiento de la inversión pública local. Mientras que a la Nación se le reservaron las funciones de orientación estratégica, formulación de políticas públicas, asesoría a las entidades territoriales y seguimiento y evaluación de la inversión pública nacional y territorial; así como también el seguimiento y evaluación de la gestión pública local y departamental.

Sin embargo, las evaluaciones y los análisis realizados en los últimos años en el país coinciden en señalar que es en este frente institucional donde mayores dificultades y obstáculos se han presentado.

En primer lugar, el modelo institucional de la descentralización que se ha ido consolidando en Colombia es un modelo híbrido, que combina dos paradigmas institucionales que, en la literatura internacional sobre el tema se consideran antagónicos: el modelo de agente/principal[14] (Heymann, 1988), en el cual los gobiernos locales son básicamente agentes delegados que ejecutan políticas y esquemas diseñados en el nivel central y, por lo tanto, deben rendirle cuentas al gobierno nacional por los resultados de su gestión; y el modelo de escogencia o elección pública[15] (public choice), en el cual los gobiernos locales gozan de autonomía en la definición de sus políticas, obtienen los recursos directamente de sus contribuyentes y, por lo tanto, deben rendir cuentas directamente a la ciudadanía por el desempeño de su gestión.

Para el caso colombiano, el carácter híbrido del modelo dificulta enormemente su funcionamiento por las distorsiones y las dificultades que ofrece para lograr una coordinación eficiente. En efecto, el hecho que la asignación de los recursos de participación (PICN) esté ampliamente regulada y sectorializada por el gobierno nacional, convierte a los gobierno locales en meros ejecutores de políticas y esquemas operativos que han sido previamente fijados por el nivel central. La rigidez y el exceso de las reglamentaciones centralizadas que llega hasta determinar los porcentajes y el tipo de gasto que deben cubrirse con estos recursos, deja a los territorios sin autonomía para decidir sobre la orientación de la inversiones, provocando duplicidades del gasto e ineficiencias económicas que elevan los costos de prestación de los servicios (Castañeda, 2001).

De otra parte el “sesgo municipalista” (Vargas, 1.996) de la descentralización que transfirió directamente muchas competencias y recursos del nivel nacional al nivel local sin tomar en cuenta el nivel intermedio de los departamentos provoco muchos desfases y generó muchos vacíos en el proceso descentralizador. En un panorama de mucha debilidad en la capacidad de gestión de la mayoría de los municipios pequeños y rurales no se preparó un plan de transición que les permitiera ir asumiendo paulatinamente las nuevas responsabilidades, en la medida de su fortalecimiento y desarrollo institucional.

Dentro de este desorden funcional resalta el lánguido papel de los Departamentos, que ante el olvido a que fueron sometidos en las primeras etapas de la descentralización se encuentran en una situación de rezago y debilitamiento, que apenas ahora están iniciando su proceso de ajuste y fortalecimiento (Conpes 3238, 2003).

Alcances y limitaciones en la función reguladora y de acción colectiva

Durante las últimas décadas la capacidad del Estado Colombiano para garantizar un marco regulador estable y democrático de los territorios se ha visto cada vez más recortada por la acción y los intereses de los diversos grupos presión legales e ilegales. En consecuencia, predominan en la sociedad rural Colombiana condiciones de enorme complejidad e incertidumbre para la práctica de la vida privada y publica. La justicia y la seguridad no operan; la impunidad es la norma[16], así como lo es la falta de protección a los derechos de propiedad, y la baja cobertura y calidad de los servicios públicos esenciales.

La  concentración  del poder económico y político es uno de los factores de inestabilidad más grandes y, por tanto, donde se ha hecho más agudo el conflicto distributivo entre los diferentes grupos sociales, cualquiera sea el escenario que se analice. En el escenario regional, el conflicto armado, originalmente expresión de tal desequilibrio, ha pasado a reforzarlo, especialmente a través de la actividad del narcotráfico y de los mecanismos de ordenamiento privado (paramilitarismo) que ahora prevalecen. La concentración de la tierra es la gran beneficiaria junto con la generación de excedentes que financian otras actividades económicas en el país y en el exterior, mientras que el grupo de  perdedores está representado fundamentalmente por el gran contingente de desplazados rurales: pequeños propietarios, fuerza de trabajo, mujeres, niños, jóvenes y ancianos. La cultura de corrupción que se ha insertado en todas las relaciones económicas y presupuestarias del país, con características propias en los escenarios locales, se consolidó como un mecanismo destacado de concentración de ingresos, aumentando el desequilibrio distributivo. Finalmente, políticas publicas han participado en este conflicto  favoreciendo fuentes de rentas y promoviendo el asistencialismo.

Unos planes de desarrollo que en las últimas décadas se han caracterizado por la búsqueda de un equilibrio departamental y una convergencia regional. Que ha insistido en la obligación del país de avanzar en el reparto de la riqueza, para que aquellos territorios abandonados y pobres —como la Amazonía, el Chocó o el Guaviare—, reciban recursos y les permita mejorar las condiciones de vida de su población, que también son colombianos.

Política que, a pesar de ser un acuerdo nacional, no le gusta a algunos gobernadores, de allí que levanten sus voces críticas periódicamente, en especial, en épocas electorales. Ellos ven con malos ojos que algunos departamentos aporten mucho con sus impuestos a la nación y reciban poco a través del Sistema General de Participación y de Regalías.

 

Luis Alfredo Muñoz Wilches

Bogotá, 7 de febrero de 2024



[1] Para una mejor comprensión de estos temas ver el artículo de Germán Valencia. Centralismo vs federalismo fiscal.En https://www.udea.edu.co/wps/portal/udea/web/inicio/udea-noticias/udea-noticia/!ut/p/z0/fU8xDsIwDPwKS0eUUEqAsWJAQgwMCLVekNWGYmjttgmI55OCBGJhse5859NZgcoUMN6pQk_CWAeegzkulqt4kiZ6q01idGp2yWwer6f7g1YbBf8NIYEuXQepgkLY24dXWSu9x_pWWow0ul92lsa-8TBHLJ4KQhfp1zVTKYPru5aWOHQNumXfY02ukfHJlvaDyRXhk_YK-RMRGmR-/

[2] De acuerdo con la definición de John Lynch (1999), los jefes o caudillos regionales son todos aquellos actores políticos o grandes propietarios de hacienda con capacidad de ejercer el control sobre los recursos locales, ya bien sean humanos, económicos o políticos; lo cual les otorgaba una posición dominante obtener rentas extraordinarias o para incidir en las decisiones sobre el acceso y/o usos de los recursos territoriales. 

[3] OSCAR RODRÍGUEZ SALAZAR Y DECSI ARÉVALO HERNÁNDEZ, 1992. La Historiografia Económica Colombiana del Siglo XIX, En La Historia al final del milenio: Ensayos de Historiografia Económca, Repositorio Universidad Nacional de Colombia.

[4] KALMANOVITZ, Salomón, 1979. Breve historia de Colombia durante el siglo XIX, en Manual de Historia de Colombia, Bogotá, Colcultura, 1979,

[5] OCAMPO, José Antonio. Colombia y la economía mundial 1830-1910, Bogotá, Oveja Negra, 1971.

[6] Primero fue la creación del Estado de Antioquia (1856) y un año después (1857) se dio la proclamación del Estado Soberano de Santander.

[7] Los analistas de la descentralización en América Latina, han hablado de dos tipos de procesos de descentralización: un proceso de carácter político, mediante el cual se transfiere poder desde los niveles centrales a los locales; y un proceso de carácter administrativo y fiscal, mediante el cual se le transfieren competencias y recursos a los niveles locales, que por su mayor cercanía a los ciudadanos pueden garantizar la prestación más efectiva de los servicios públicos (Ocampo, 1995).

[8] El enfoque del “federalismo fiscal” se enmarca dentro de la perspectiva de la “eficiencia económica” que considera que el Estado cumple tres funciones básicas: estabilización macroeconómica, redistribución y asignación (eficiente) de los recursos. La primera le compete exclusivamente al nivel central, quien mediante las políticas monetaria, cambiaria y fiscal, lograría sentar las fases de la estabilidad y el crecimiento. La segunda, redistributiva, se discute hoy que podría ser objeto de una acción combinada entre los distintos niveles territoriales (nación, departamentos y municipios). Y, finalmente, la función asignativa, que comprende la provisión de los servicios públicos locales, podría ser reasignada desde el nivel nacional hacia las entidades territoriales, que dada su mayor cercanía a las demandas de las comunidades ofrece unas mejores condiciones para asegurar la “eficiencia” asignativa.   

[9] El IDT mide la dispersión entre el PIB por habitante de los territorios o departamentos, para el caso Colombiano.

[10] Se trata del fenómeno generado en los municipios por el incremento automático de las participaciones en los ICN independientemente de su desempeño fiscal que llevó a aumentar el índice de dependencia de las PICN.  

[11] La elección popular de Alcaldes se estableció por medio del Acto Legislativo N° 1 de 1986 y se puso en práctica en el año 1988. La elección de Gobernadores se introdujo en la Constitución de 1991 y se realizó en 1994.

[12] La Ley 152 de 1994 y sus decretos reglamentarios establecieron los instrumentos, mecanismos y procedimientos para adelantar procesos de planeación participativa en todos los niveles territoriales. 

[13] La Ley 136 de 1994 introdujo la figura del voto programático y diferentes formas y mecanismos de participación ciudadana en los asuntos públicos. 

[14] El modelo de agente/principal fue formulado inicialmente por Daniel Levinthal (1988) y luego desarrollado por David Heymann (1988) para analizar la delegación de funciones entre un organismo principal y un agente delegatario. Luego fue retomado por Campbell, Peterson y Brakarz (1991) para aplicarlo a las experiencias de descentralización administrativa y fiscal.

[15] El modelo de “elección pública” fue desarrollado por la llamada “escuela de Virginia” y de acuerdo con Dennis Mueller (1984) las insuficiencias del mercado para alcanzar el optimo paretiano, en particular para los bienes públicos, justifica la búsqueda de una solución cooperativa del tipo del federalismo fiscal, en el sentido que la prestación de los servicios públicos sería más eficiente si se hace de manera descentralizada.  

[16] Paramilitares superan las 10.000 personas armadas y las guerrillas los 24.000 y se disputan amplios territorios donde los robos, la destrucción y la impunidad campea y la cobertura de los servicios públicos es insuficiente.