lunes, 18 de abril de 2016

Suenan timbres

¿quién pues dejó caer el corazón del universo en la ola que pasa?

La primera vez que vi un muerto ocurrió en una fría tarde de mi ciudad natal. Tenia apenas 4 o 5 años de edad y solía ir a la tienda de la esquina de mi casa, en compañía de una alegre mujer, en busca de los apetecidos dulces de cristal. En la acera del frente yacía el cadáver de un hombre joven con un impacto de bala en la cabeza. Después supe que se trataba de un subversivo que en su huida fue alcanzado por hombres de la tenebrosa policía política de la época, quienes sin mediar orden judicial alguna le “dieron de baja”, como suelen decir las crónicas rojas de los grandes diarios. Eran los aciagos tiempos de la dictadura militar de Rojas Pinilla. Y recuerdo que en casa estaba prohibido hablar de temas políticos en la sala porque, según decía mi abuela, en las ventanas había espías que escuchaban ocultos las conversaciones de las familias opositoras. Hacia poco, mis tías maternas habían regresado aterrorizadas del bochornoso espectáculo que presenciaron en la Plaza de Toros de la Santamaría, donde un grupo de forajidos del régimen, machacaron contra las graderías del circo a varios de los asistentes que se atrevieron a rechiflar a la hija de mi general Rojas.
Tal vez, desde ese momento, tome las decisiones más importantes en mi vida. No ir nunca a una corrida de toros y buscar siempre el sosiego y la tranquilidad de la vida campesina. Por eso, cada vez que tengo la oportunidad de volver al campo, me siento en búsqueda del tiempo perdido!
Ahora, que he vuelto, a recorrer varios de los territorios rurales del país, con la intención de realizar unos ejercicios de planificación del desarrollo rural con enfoque territorial –DRET-, encuentro que la gente en el campo espera con ansiedad y temor la terminación de la guerra y el postconflicto. Con la esperanza puesta en que sus aspiraciones y anhelos, aplazados durante años, se hagan realidad. Es increíble ver, que en los territorios más apartados y asolados por todas las violencias de este país, sus gentes no han dejado un solo instante de trabajar por construir un mejor bienestar para sus familias y un futuro promisorio para sus hijos. Acá, “ser pilo” lo pagan los padres y, a duras penas, los jóvenes campesinos pueden aspirar a terminar sus estudios de bachillerato en un colegio urbano. Lejos de la presión del reclutamiento forzado o del acoso sexual de los “dueños de la tierra”.
En los talleres participativos que he asistido, con líderes de los municipios rurales, es reiterada la queja de que están, literalmente “mamados” de que las orientaciones de sus planes de desarrollo se las impongan los tecnócratas desde Bogotá, desconociendo las realidades y las dinámicas particulares de cada territorio. En algunos casos, me he encontrado con asesores nacionales, que llegan al mismo tiempo y de manera atropellada, a exigirles la inclusión de X o Y lineamientos de la política pública en los planes, como requisito para ser atendidos por las entidades nacionales. Pero la “malicia indígena” les ha hecho entender que si “quieren marrones, aguantan tirones”; de tal manera, que en la versión final de sus planes de desarrollo territorial, resulta una variopinta de sabores y colores que les ayuda a “apalancar” recursos y ayudas para sacar adelante sus propósitos de desarrollo local.
Los temas comunes en estos ejercicios de planificación territorial se refieren al ordenamiento y uso eficiente de los recursos naturales, particularmente, del agua. Por la proximidad de los impactos negativos que ha dejado el paso del fenómeno del Niño. En algunos territorios, con secuelas de agotamiento y fuerte estrés de las fuentes de agua, tanto para consumo de la población como para fines productivos. Otro tema recurrente del ordenamiento productivo se refiere al agotamiento y contaminación de los suelos, ocasionada por las malas prácticas agrícolas, derivadas de la “revolución verde” y la falta de asistencia técnica integral. Igualmente, lesivo para el campo colombiano resulta la vulnerabilidad de los ingresos de los agricultores dependientes de los monocultivos ante la volatilidad de los precios y la imposibilidad de control de los eslabones claves de las cadenas productivas, como son la comercialización y la transformación agroindustrial.
Pero tal vez, el mayor desafió para la modernización del campo lo constituye las enormes brechas urbano-rurales, que demandan ingentes recursos para ampliar las coberturas de salud, educación, agua potable y saneamiento básico, telefonía rural, el mejoramiento de las vías rurales, el tratamiento y disponibilidad de las aguas servidas que se vierten directamente a los ríos y quebradas, ocasionando mayor contaminación de las fuentes de agua.
Capitulo aparte, representa el monumental impacto de los cultivos de uso ilícito y la minería, legal e ilegal, en los suelos y la producción agrícola del país. De un lado, están los efectos nocivos que estas actividades generan en el medio ambiente y en el deterioro de los recursos naturales, como consecuencia de la deforestación, la contaminación y el uso irracional de las fuentes hídricas. Pero, también los efectos sociales representados en el acaparamiento de la mano de obra rural, la prostitución infantil y el estilo de vida que genera el boom del enriquecimiento ilícito.
Por estas últimas razones, subyace el temor en los pobladores rurales de que los acuerdos de La Habana, no traigan la paz a estos territorios. Y que los espacios territoriales, dejados por los grupos guerrilleros que se desmovilicen, sean copados por otros actores armados ligados al narcotráfico y la minería ilegal.
Solo la acción oportuna e integral del Estado colombiano, llevando a estos territorios la presencia de instituciones como la justicia, el catastro rural, la infraestructura de carreteras y los bienes públicos, garantizará que se de un transito rápido y certero hacia la paz territorial, que tanto anhelan los habitantes de estos apartados territorios rurales.

Suenan timbres, como decía el poeta!

Luis Alfredo Muñoz Wilches
Bogotá, 18 de abril de 2016