domingo, 19 de abril de 2020

La Rebelión de los trapos rojos

 “La Paz nos está matando”
Anónimo
La última vez que salí a la calle -en este confinamiento autoimpuesto por el Covid-19- me tropecé con una escena que corto el aliento. A la salida de un concurrido supermercado de clase media me encontré con una parejita de chamos -como cariñosamente llamamos a nuestros primos venecos- sentados en las escalinatas. Eran los mismos jóvenes que había visto desde hace aproximadamente 1 año, así que su presencia se me atojaba familiar. Pero ahora algo había cambiado. Note que el rostro de la joven mujer había palidecido y sus ojos ya no tenían el brillo de esos años alegres de la juventud. Me acerqué a ellos para compartirles algo del pan que llevaba y entonces sentí una mirada fría e inquisidora que me perturbo profundamente. Era una expresión de miedo, ira y tristeza a la vez. Una verdadera constelación oscura. 
Cuando llegué a casa y pude digerir la escena, recordé la primera vez que sentí miedo. Tenía entre 2 o 3 años y estábamos todos, mis hermanas, mi madre, mis tías y yo, junto a las ventanas cerradas de la casona de mis abuelos y los adultos guardaban un silencio agudo y doloroso. De pronto sonaron varios disparos y créanme que, aunque hubo ruido en la calle nadie salió. Solo un carro con los vidrios oscuros y sin placas, muy despacito se fue esfumando por las calles vacías. Años después supe que ese muerto había sido uno de los estudiantes ejecutados por las llamadas “fuerzas oscuras”, que todos sabíamos eran del servicio de inteligencia SIC -el DAS de la época-.
Entonces comprendí que si hay algo comparable o peor que la pobreza es la falta de libertad o lo que el premio novel de economía Amartya Sen definió como la “privación de las capacidades básicas para elegir y no únicamente su falta de ingresos.” 
Precisamente, en estos días aciagos cuando la pandemia comienza a manifestarse como una crisis de humanitaria entre las gentes más desvalidas de las ciudades, ha hecho presencia lo que el alcalde de Soacha llamo: el movimiento de los “trapos rojos”. Una expresión desesperada de la hambruna que comienza a hacer mella entre los habitantes más pobres de las ciudades, que no solo tienen dificultades para acceder a las ayudas gubernamentales, sino que además carecen de libertad para procurarse una dieta básica de alimentos. Y, entonces tienen que acudir a la solidaridad de los vecinos y las autoridades locales colocando un trapo rojo en las puertas o ventanas de sus desvencijadas viviendas 
Esta doble condición de la pobreza como carencia de ingresos y ayudas, y al mismo tiempo, privación de sus derechos económicos y sociales, tiene que ver el mal funcionamiento de las instituciones económicas y sociales que afecta la capacidad de los pobres de tres formas: en primer lugar, como carencia de activos productivos que les impide generar ingresos o procurar sus propios alimentos. En segundo lugar, su condición de informalidad no les permite tener un registro en las bases de datos gubernamentales. Y, en tercer lugar, la falta de sus derechos políticos los hace invisibles a los ojos de la opinión pública. Son lo que ahora llaman eufemísticamente “pobreza silenciosa”.
Por estas razones, la protesta de los “trapos rojos”, crece como espuma por los barrios y veredas de la “Otra Colombia”, y no puede ser calificada por las autoridades locales como una “asonada política”. Se equivocan los mandatarios si creen que, recurriendo al ESMAD para que a punta de gases lacrimógenos y de bombas aturdidoras, pueden acallar esta protesta social. Por el contrario, se debe tratar como una crisis humanitaria y acudir a todo el arsenal de instrumentos y mecanismos de solidaridad para que, bajo un esquema de corresponsabilidad entre el sector público, la empresa privada y las comunidades organizadas, se pueda lograr un trato digno y justo a está nueva situación de hambruna. 
Ya va siendo hora de que adquiramos una conciencia moral pública que valora la queja de los más desvalidos y que mira con dignidad y responde con solidaridad a quienes están en esta doble condición de pobreza.
Como lo dijera Zalamea:
“También yo he de llamar a los creyentes para que formen corro en torno mío y me escuchen
Pero no he de leerles milagros de dioses, ni hazañas de héroes, ni amores de príncipes, ni proverbios de sabios. Pues respondiendo a lo que viera el ojo, el duro brazo de la cólera arrebató el libro abierto sobre mis rodillas y lo destruyó contra el viento. Y ahora el viento dispersa sus hojas sobre el río, como ahuyenta el huracán a una bandada de pájaros de mal agüero.”

Luis Alfredo Muñoz, Bogotá 19 de abril de 2020

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